MUSTANG BLUES María Guglielmi era una mujer que llegó de Sicilia con una mano delante, otra detrás y un hijo consentido. María llegó a Boston en busca del sueño americano. Transcurrían los años cincuenta y con el poco capital del que disponía logró alquilar un local y convertirlo en una especie de moderno bar donde se ofrecían conciertos de Jazz hasta altas horas de la noche. Allí comenzaron a sonar los que después fueron genios tales como Charlie Parker ó Louis Armstrong.
Como buena siciliana, María nunca había tenido problema para buscarse la vida. Económicamente solo trajo de allí el dinero necesario para el viaje además de unos pequeños ahorros... muy pequeños. Huía de un futuro aterrador debido a la gran ola de pobreza que azotaba Italia en esos años. La conocí en la calle. Yo solía ir por su local en el 3 de North Square para oir tocar a aquellos genios y un dia me pilló mientras yo miraba por la cristalera. Salió, se acercó a mi y me dijo "Oye chico, ¿quieres ganarte tres pavos?" Todo lo que tuve que hacer fué llevar aquel paquete a casa de Marcelo, otro italiano que salió de Módena en busca del sueño americano. El lo consiguió. Era uno de los mayores traficantes de drogas de Boston y controlaba algunos locales de alterne y juego. Aún hoy recuerdo la gran fachada del "Mamma María", nombre que María le dió al local. Ella me "adoptó" como su hijo. Total, Enzo no tenía con quien pasar el día, ya que María no podía ocuparse de el, así que pensó que le vendría bien un "hermano" con el que jugar. Enzo tenía un caracter difícil. Era un crio muy consentido. Era el ojito derecho de María. Enzo y yo crecimos juntos, y los fruteros de la calle temblaban cuando nos veían llegar. Siempre hacíamos alguna travesura. Todo lo de Enzo era mío, y todo lo mío suyo y si María tenía que reñir a alguno, nos autoinculpábamos de la fechoría. De ese modo, debería reñir a los dos o a ninguno. Seguimos allí juntos mucho tiempo. Enzo creció con el consentimiento de su madre. Me refiero a que le permitía cualquier cosa, porque Enzo... era Enzo. Incluso se hacía llamar "Entso", ya que no le gustaba un nombre tan "italiano". Aún hoy sin saber como, me convertí en el "recadero" de María. Ella me protegía de las bandas de la calle, me proporcionaba comida y yo hacía sus recados. De más de una buena me sacó. Recuerdo el día en que abrí un coche porque vi en el asíento una cartera. No me percaté de que el conductor se acercaba por la parte trasera de la calle. De no ser por ella, hoy no estaría contando esta historia. Cumplí 20 años. Transcurrían los setenta y María me dijo "ninguno de mis hijos hará más mis recados a pié, así que elige un coche y es tuyo". Yo siempre soñé con aquel Mustang de color verde oliva con tapicería "rojo infierno" y a duras penas, entre la verguenza y el desacato, se lo hice saber a María. Dicho y hecho: el mismo día tenía mi flamante Mustang. Con el tiempo el local se fué ampliando. María ya tenía cierta reputación en el barrio y muchos músicos de postín habían comenzado a tocar en su local gracias a la oportunidad que les daba. Sabían reconocer esto y por eso, algunas veces, se podía ver a alguno de aquellos virtuosos por el local tomando su copa y golpeando suavemente la mesa con las manos al ritmo de la música, asintiendo con la cabeza y cerrando los ojos de vez en cuando, como si la música les transportase a otro tiempo, a tiempos mejores. Cierto dia llegó al local una chica nueva. Se llamaba Julia y era hija de inmigrantes con poca fortuna. Julia era preciosa. Debía tener unos 25 o 26 años, preciosos ojos verdes, buena figura y un pelo rubio recogido en un moño que cuando se soltaba era la envidia de las demás chicas del "Mamma María". Mientras ella limpiaba las mesas, allí sentado estaba Enzo, mirándola. De vez en cuando se le escapaba alguna ordinariez que no gustaba a Julia y mucho menos a Maria que presumía de haber criado a su hijo sin más ayuda que la que ella misma se pudo dar. Cuando Julia se esforzaba no era difícil adivinar lo que escondía su ropa humedecida por el sudor del esfuerzo de aquella chica. Se volvía tan transparente como los pensamientos en la cabeza de Enzo. María había prometido a los padres de Julia cuidarla mientras trabajase en su local. Protegerla de la calle, de las bandas... si fuese necesario con su propia vida. Por eso cuando Enzo se dirigió hacia Julia, la tomó del brazo y ambos desaparecieron tras la puerta que había bajo la escalera... "Es mi niño. Deja que se divierta un poco. Conozco a mi hijo y sé que la chica no corre peligro a su lado" pensó María. Al dia siguiente, cuando el inspector Schultz de la Policía de Boston realizaba el interrogatorio de rigor a los clientes habituales del Mamma María esta no sabía como explicarlo. Me llevó a un lugar apartado y solo me dijo "Me duele en el alma, pero he de pedirte que te ocupes de esto". Cuando pasé a la habitación pude contemplar a Enzo sentado en aquella silla. Su camisa aún mostraba rasguños y la yema de sus dedos aún estaba ensangrentada. Pude ver un mechón del precioso cabello rubio de Julia sobre la mesa. Parecía que lo hubiesen puesto allí a propósito. Enzo me miró. "Sabes para que he venido, ¿verdad?" le dije. Y cual Cristo frente a Judas su respuesta fué tajante: "Lo que hayas de hacer, hazlo pronto". Aún recuerdo la mirada de Enzo clavándose en mi cual espada romana, de esas que una vez dentro se retuercen para destrozar los intestinos del enemigo, sus ojos abiertos y su frente ensangrentada. Salí de allí con la sensación de que a partir de aquel momento nada volvería a ser lo mismo. Y aquí estoy ahora, pensando que esto no es vida. Que el destino no quiso elegirme y que a este paso, cuando muera, no habrá nadie que quiera cerrarme los ojos. Así que con media botella de Jack Daniels y mi guitarra, en mi Mustang verde oliva con tapicería "rojo infierno" no se me ocurre mejor momento para recordar esta historia. |